ÁNGELES RAMÍREZ. DIAGONALPERIODICO.NET- Del mismo modo que el
machismo no consiste sólo en los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o
que el racismo contemporáneo no se define únicamente por los ataques contra las
minorías, la Islamofobia no se reduce a la violencia contra las mezquitas o las
personas musulmanas.
Recurriendo a una
antigua analogía: sólo los nazis llevaron a cabo el exterminio de la población
judía en Europa, pero la idea de que era una raza extranjera, corrupta, que se
aprovechaba de los alemanes y que merecía la exclusión, era ampliamente compartida
por la población alemana de la época. Lo segundo fue condición de lo primero.
En el caso del islam, sólo unos cuantos derechistas liderarían en la calle la
oposición violenta a la apertura de una mezquita, por ejemplo. Pero los
presupuestos de tal acción son los estereotipos sobre el islam: su relación con
la violencia, el potencial fanatismo de los musulmanes y la falta de derechos
de las mujeres, principios que son asumidos por la mayor parte de la gente,
independientemente de su signo político. Todo esto es la islamofobia, entendida
como racismo contra las personas musulmanas.
La derecha y la extrema
derecha suelen encabezar el discurso público islamófobo, arrastrando a la
izquierda, que teme una pérdida de votos si el electorado percibe tibieza ante una
cuestión, el islam, que la propaganda mediática ha convertido cada vez más en
el verdadero fantasma que recorre Europa. Hay cuatro lugares comunes que
constituyen la base de la islamofobia. Este texto es un argumentario para
rebatirlos.
1. “Los musulmanes
son…”. La población musulmana es de
alrededor de 1.570 millones de personas (Pew Research, 2009), distribuida en
200 países y, al igual que la considerada cristiana, enormemente heterogénea
desde el punto de vista étnico –tan sólo
el 20% es árabe– y nacional. Internamente, existe una más que
considerable variedad, no sólo la gran división entre sunníes y chiíes, sino otras tantas que responden a tradiciones
religiosas, doctrinales, jurisprudenciales y culturales diversas, como podría
ser las que diferencian el islam tunecino –10 millones de personas– del chino
–20 millones–. Por tanto, la heterogeneidad de los musulmanes reales choca y
anula los reduccionismos islamófobos, que pretenden que toda la población
musulmana comparte una serie de características negativas. En suma, el objeto
de la islamofobia es bastante poco definido, dada la heterogeneidad del ser
musulmán o musulmana. Esto ya sería un argumento para invalidar sus bases.
2. “El islam conduce a
la violencia. Los musulmanes siguen ciegamente los preceptos religiosos”.
Después del atentado contra Charlie
Hebdo, sólo el alcalde de Badalona se refirió abiertamente a la
supuesta capacidad de matar de la religión musulmana, pero mucha gente comparte
la opinión de que el islam es belicoso. Ésta es una idea sin fundamento. El Corán y los otros textos
sagrados son amplios códigos éticos que pueden mover a la hermandad o a todo lo
contrario, según sean leídos. Puede ayudar a entenderlo la
analogía con la Biblia, donde hay llamamientos a la violencia en muchas
ocasiones, pero difícilmente se admitiría que el cristianismo es
intrínsecamente violento.
Por otra parte, la idea
de que el Corán es fundamental en las vidas de musulmanes y musulmanas tiene su
origen en la ocupación colonial y en la propia industria científica orientalista.
La idea de un musulmán fanático, apegado a sus costumbres atávicas, alimentó
las fantasías coloniales y la dominación: se luchaba contra un monstruo al que
había que domesticar. Esto es racismo. Pero la relación de musulmanes y
musulmanas con la religión es diversa, justamente por la heterogeneidad de interpretaciones
y tradiciones, sin olvidar que muchas personas contabilizadas como musulmanas
ni siquiera son religiosas.
3. “El islam va contra
los derechos de las mujeres”. Las fuentes doctrinales musulmanas contienen
afirmaciones susceptibles de ser interpretadas y utilizadas para oprimir a las
mujeres. Esto no es una especificidad del islam: lo mismo ocurre en la Biblia y
en la tradición dominante de los Padres de la iglesia, fuertemente misógina y patriarcal.
En muchos países musulmanes el islam es esgrimido e instrumentalizado para
legislar en contra de los derechos de las personas, especialmente de las
mujeres –poligamia, repudio o normas vestimentarias–. No casualmente estos
países tienen fuertes déficits democráticos y de derechos civiles, que es donde
reside en parte el problema. Otras dictaduras no musulmanas, como la fascista
con Franco, también incorporaron la religión como base de legitimación política
y de un modelo de feminidad con consecuencias jurídicas. En Irlanda y Nicaragua
está prohibido el aborto por el poder de la Iglesia. Por otra parte, países
como Tailandia o México ni siquiera necesitan una religión para mantener un
clima de violencia y acoso contra las mujeres.
En suma, el islam no
genera los sistemas patriarcales, sino que les aporta un lenguaje específico y
un modo de legitimación, como ocurre con otras religiones y/o ideologías de
género en sociedades y Estados no musulmanes.
4. “Las mujeres
musulmanas son obligadas a ponerse el pañuelo y, por tanto, en Europa hay que
prohibirlo para que puedan ser liberadas de esa opresión”. Es frecuente que militantes
de izquierdas y feministas aboguen por la prohibición de la vestimenta islámica
en Europa –reproduciendo de forma inversa las prohibiciones que critican como
opresivas– aduciendo que es un modo de liberar a las mujeres musulmanas. Lo
curioso es que desde posturas progresistas se termina asumiendo que el Estado
ordene cómo se han de vestir las mujeres, pretendiendo ‘emanciparlas’
quitándoles los derechos ciudadanos. El hecho de no compartir la base religiosa
o social que lleva a las mujeres a adoptar el pañuelo no es un argumento
para legitimar que el Estado lo prohíba. El porte del pañuelo o del niqab no
es delito y no aumenta las posibilidades de pertenecer a redes terroristas. Con la criminalización de la
vestimenta, se estigmatiza a las mujeres que la llevan, casi siempre de origen
obrero e inmigrante. En no pocas ocasiones, la estigmatización
se plasma en problemas jurídicos graves.
En definitiva, la
islamofobia no es más que un racismo contemporáneo, con una fuerte componente
clasista y sexista, legitimado socialmente porque está blanqueado por el
discurso de la lucha por los derechos de las mujeres, por el laicismo y contra
el terrorismo. Rebatamos sus argumentos, acabemos con el “soy
islamófobo… ¿y qué?” del que hablaba Brigitte Vasallo en éstas mismas páginas. Quebremos de
una vez por todas su impunidad.