elpais.com.- A las víctimas hay que
individualizarlas. Ponerles un rostro, una edad, una familia, un barrio,
algunas inquietudes, unos cuantos sueños, una debilidad visible o escondida.
Los activistas sociales lo saben desde hace tiempo, tanto como para presentar
cualquier campaña que pretenda provocar empatía en el ciudadano con un rostro
concreto, un nombre y una edad. Carla, por ejemplo. Una chica de 14 años que
estudiaba en un colegio, el Santo Ángel de la Guarda, y con una madre que ahora
conocemos, Monserrat. Carla se suicidó arrojándose por un acantilado de su
ciudad, Gijón, enferma de desesperación por el acoso y la burla a la que le
sometían algunas compañeras de clase. Se mofaban de su físico y de su supuesta
condición sexual. Las dos chicas que lideraron las vejaciones a las que la
adolescente fue sometida el año antes de que se quitara la vida han sido
condenadas a cuatro meses de tareas socioeducativas para mejorar su empatía con
el prójimo, en particular, con los seres más débiles. ¿Es suficiente? Si es esa
la única medida, no, desde luego que no. En cuatro meses no se cura la chulería
ni el desprecio por el dolor del otro. Cuatro meses no son nada si no se exige
también a los padres de las autoras del delito que recapaciten sobre los
valores que jamás se inculcaron en casa y por la poca atención que prestaron a
la personalidad oscura y diabólica que iba haciéndose presente en sus hijas.
Cuatro meses pasan volando y son estériles si la dirección del colegio en el
que tuvo lugar la pesadilla que llevó a Carla a precipitarse al vacío no asume
su culpa y emprende un debate para reflexionar sobre una responsabilidad que
también debería recaer en un claustro que ignoró o no dio importancia al
padecimiento de una de sus alumnas.
Cosas de niñas. Así se
resume en más ocasiones de las que pensamos y sabemos la persecución, la burla,
el escarnio que ocurren secretamente en los centros escolares. La mayoría de
las veces nadie se entera del padecimiento de un niño o de una adolescente. Los
chavales no suelen contar demasiado en casa porque viven el acoso al que están
sometidos con culpabilidad y vergüenza. Ese silencio permite que los chulos o
las chulas actúen impunemente, divirtiéndose con el sufrimiento de la criatura
acorralada; por lo demás, el resto de la clase, por un temor comprensible a ser
también estigmatizados, suelen callar o colaborar vagamente. Cada cierto
tiempo, el horror del acoso escolar se hace visible en la prensa porque la
víctima, viéndose sin capacidad para acabar con su angustia, pone fin a su
vida. Es así de crudo: sabemos de la víctima por su suicidio. A Carla le daba
terror ir al instituto, pero al temor que le producía el encuentro con sus
torturadoras había que añadir uno de nuevo cuño: la angustia que le provocaba
el comprobar cómo se burlaban de ella a través de las redes, es decir, como
divulgaban en el ciberespacio la mofa para tenerla paralizada en un terror sin
escapatoria. Ni en su propio dormitorio estaba a salvo la pobre desdichada de
sus torturadores, ya sabemos que las injurias en Internet tienen la
peculiaridad de colarse por cualquier resquicio. Esta es una historia más común
de lo que parece y no se trata solamente de un delito juvenil ni que sufran en
exclusiva los adolescentes. La justicia va más lenta que la tecnología y
castigar al que delinque en la red, aunque es posible y cada vez más frecuente,
tarda un tiempo que a la víctima se le representa como insoportable. Imagino
que el castigo al bulling cibernético, agazapada la identidad
del malhechor en el cobarde anonimato, acabará precisando de un mecanismo
exprés para ser penalizado, dada la rapidez con que en el medio se difunden las
injurias.
Parece que en estas fechas hay una voluntad colectiva de
concordia, que las rivalidades pierden fuste y nuestras columnas se engalanan
con buenos propósitos. Tal vez deba ser así, conviene y es saludable que sea
así, que el pensamiento se mantenga en suspenso unos días antes de volver a la
carga, a la bronca, a la opinión, a la arena. Pero me ha resultado inevitable,
después de ver en el periódico esta semana el rostro de Montserrat Magnien, la
madre de Carla, pensar que para ella no habrá Nochevieja ni Año Nuevo, que
desde el 11 de abril de 2013 el tiempo avanza en una densidad amorfa, sin
conceder tregua alguna ni consuelo, empecinada como está su mente en un solo
propósito: que se haga justicia. Y he querido que el primer artículo de este
año que acabamos de inaugurar esté dedicado a ella, a esta madre que sólo va a
encontrar razones para vivir litigando a fin de que su caso, el caso de su hija
Carla, se convierta en paradigmático, y que su muerte no haya sido en vano, que
nos enseñe a atajar la crueldad cuando brota: desde la casa, la escuela, la
justicia, que entendamos la necesidad de enseñar a quienes no tienen demasiadas
luces, a los resentidos, a los duros de corazón a sufrir con el dolor ajeno. Y si
es que la naturaleza no les ha dado la capacidad de comprender el sufrimiento
del prójimo que sea la justicia quien ponga freno a su tara. Quería que mi
artículo tuviera un rostro, el de Montserrat, y enviarle desde aquí un abrazo
para que no se sienta, como seguro que se sentirá, tan sola.